A las pequeñas explotaciones ganaderas, estudiadas en otra entrada, había que sumarle, que era lo usual en esos años de posguerra y hasta los años 70, el que cada familia criaba sus propios cochinos, gallinas, conejos, cabras, ect… Podemos hablar de una sociedad rural de autoconsumo, en la cual, el truque se utilizaba a menudo como complemento, así los fuentealameños y/o cortijeros se intercambiaban conejos por pollos, cochinos por motos (Marcelino cambió a Don Din, dos cochinos y una cabra por moto marca Lambretta); cada uno dejaba su cabra temporalmente, al cabrero Vicente “Pistolo”, para que las “pillara” su macho a cambio de la leche que le quedaba; Juanillo, el zapatero, remendaba los zapatos a cambio de una gallina; el barbero Manino, pelaba al panadero Antonio o al tabernero Domingo Aguilera cambio de vales del pan, ect… Los animales, incluso servían de referencia para calcular el tiempo, así Bonifacia Escribano, “La Boni”, lo calculaba diciendo que tal o cual cosa había ocurrido el mismo día que su gallina pirina se había puesto llueca (21 días).
Lo normal era que cada familia tuviese su
propio mulo, asociándose con otro para formar una yunta o en el mejor de lo
casos podían tener su propia yunta, que no sólo era utilizada para las labores
agrícolas relatadas en otras entradas, sino como animal de carga y de
transporte y en algún caso como animal de compañía. El que no podía tener mulo,
tenía una burra.
MATANZAS
Como hemos dicho cada familia criaba uno,
un par o más cochinos según el poder adquisitivo y el número de miembros que la
formaba, con lo que las grasas necesarias, para la recolección de la aceituna y
poder pasar el duro invierno, estaban garantizadas.
La matanza
solía celebrarse por el día de la Pura, cuando el frío ayudaba a la
conservación de jamones y demás embutidos. Las familias se ponían de acuerdo
para no matar el mismo día y así poder ayudarse unos a otros. Hecha la
preparación en los días de víspera, con la búsqueda de leña de gayumba, la
compra de especies, sal y tripas necesarias para el salchichón, salchicha,
morcilla y chorizo, aunque también eran utilizadas las tripas propias de los cochinos,
ya solo faltaba, poner en la mesa la botella de aguardiente y los roscos o
mantecados. El día frío amanecía un poco antes para la familia y para los
cochinos iba a ser el último y el más eterno amanecer. El olor característico
del humo de la lumbre de gayumba, podíamos percibirlo los niños desde la cama,
al tiempo que nos íbamos despertando al escuchar el crujir de la leña mientras
ardía. Montada sobre los palos de leña, la estrébedes o “estréberes” como se
dice en Fuente Álamo, se colocaba encima de ella, la caldera para calentar el
agua, que serviría para pelar el cochino. Poco a poco iban acudiendo los 6 ó 7
familiares o vecinos, a los que se le recibía con una copa de aguardiente y un
rosco o mantecado. Sólo quedaba que llegase el matancero, que podía ser Domingo
Aguilera, o Antonio Fuentes “El Panadero”, u otro aficionado, que con aquel
juego de cuchillos, y el rechineo al afilarlos, aquellos que éramos nenes, nos infundía
cierto temor, casi el mismo que al propio cochino, sobretodo cuando el matarife
nos cogía la mano y quería que tocásemos con el dedo, el ojo del cochino
moribundo. ¡Que miedo!
Como las matazas eran en días consecutivos
o
podían coincidir el mismo día, pero en diferentes familias, los cerdos se ponían nerviosos y producían gruñidos más miedosos. Esto podía ser debido a que oían los gruñidos lamentosos y olfateaban el olor a sangre derramada por sus vecinos. Ello también les alertaba de que algo fatídico les iba a ocurrir a ellos, pero que al vez no podrían hacer nada para evitarlo, solo les quedaría gruñir e intentar resistirse en el último momento, poniéndoselo más difícil al matarife, quién con lazo de soga o gancho en la mano, y a pesar de aquellos gruñidos desesperados, no iba a tener la más mínima compasión. Preparados los cuatro o cinco ayudantes para cogerlo, el matancero iba directo al hocico con una cuerda, si se resistía utilizaba el gancho, dos ayudantes cogidos a cada oreja, y otro al rabo, para levantarlo de atrás y que perdiese tracción y así poderlo sacar de la zahurda. Arrastrado hasta el banco de sacrificio, se le levantaba y recostándolo sobre el mismo, una vez bien sujeto de manos y patas, se procedía al trágico desenlace. La sangre emanaba y una mujer la movía para evitar su coagulación. El agua que ya estaba hirviendo, era sacada con un caldero metálico, y esparcida localmente sobre la piel casi moribunda, donde entraban en acción los peladores, que con unas orejeras metálicas o con tapaderas de las ollas, raspaban la piel, a la vez que con el gancho de orejeras extraían las pezuñas. Con la piel limpia y rasurada, se colgaba, para abrirlo en canal y proceder a su limpieza interior y despiece. Las hojas de tocino y los jamones eran trasportados a lomo y extendidos en el saladero, que estaba situado en las cámaras altas y ventiladas de la propia vivienda, que servían de dormitorios. La carne para el chorizo y el salchichón, la sangre para la morcilla, las partes del hocico, orejas, ternillas ect … para la salchicha y el hígado, corazón, pajarillas, para los chicharrones; la vejiga, los niños la inflábamos y hacíamos una pelota, los pellejos de la manteca nos servirían después para hacer la zambomba en la navidad que se acercaba. Si quedaba algún resto, la familia gitana de Pecholebrillo, que vivía en el Cerro del Almendro, se encargaba de que nada se desperdiciase. En todas estas tareas eran las mujeres las que participaban de forma activa desde el limpiado de tripa, hasta la elaboración de los embutidos.
podían coincidir el mismo día, pero en diferentes familias, los cerdos se ponían nerviosos y producían gruñidos más miedosos. Esto podía ser debido a que oían los gruñidos lamentosos y olfateaban el olor a sangre derramada por sus vecinos. Ello también les alertaba de que algo fatídico les iba a ocurrir a ellos, pero que al vez no podrían hacer nada para evitarlo, solo les quedaría gruñir e intentar resistirse en el último momento, poniéndoselo más difícil al matarife, quién con lazo de soga o gancho en la mano, y a pesar de aquellos gruñidos desesperados, no iba a tener la más mínima compasión. Preparados los cuatro o cinco ayudantes para cogerlo, el matancero iba directo al hocico con una cuerda, si se resistía utilizaba el gancho, dos ayudantes cogidos a cada oreja, y otro al rabo, para levantarlo de atrás y que perdiese tracción y así poderlo sacar de la zahurda. Arrastrado hasta el banco de sacrificio, se le levantaba y recostándolo sobre el mismo, una vez bien sujeto de manos y patas, se procedía al trágico desenlace. La sangre emanaba y una mujer la movía para evitar su coagulación. El agua que ya estaba hirviendo, era sacada con un caldero metálico, y esparcida localmente sobre la piel casi moribunda, donde entraban en acción los peladores, que con unas orejeras metálicas o con tapaderas de las ollas, raspaban la piel, a la vez que con el gancho de orejeras extraían las pezuñas. Con la piel limpia y rasurada, se colgaba, para abrirlo en canal y proceder a su limpieza interior y despiece. Las hojas de tocino y los jamones eran trasportados a lomo y extendidos en el saladero, que estaba situado en las cámaras altas y ventiladas de la propia vivienda, que servían de dormitorios. La carne para el chorizo y el salchichón, la sangre para la morcilla, las partes del hocico, orejas, ternillas ect … para la salchicha y el hígado, corazón, pajarillas, para los chicharrones; la vejiga, los niños la inflábamos y hacíamos una pelota, los pellejos de la manteca nos servirían después para hacer la zambomba en la navidad que se acercaba. Si quedaba algún resto, la familia gitana de Pecholebrillo, que vivía en el Cerro del Almendro, se encargaba de que nada se desperdiciase. En todas estas tareas eran las mujeres las que participaban de forma activa desde el limpiado de tripa, hasta la elaboración de los embutidos.
Otro
aspecto relacionado con la ganadería los constituían los tratantes de animales en las ferias de ganado. Era una profesión
que podía dejar ingresos temporales a algunas familias fuentealameñas, sobre
todo cuando se hacía un buen trato, que no fue el caso de Matías Pérez, quien llevó unos pavos a la
feria de Linares y los cambió por unas entradas para ver los toros, que
resultaron ser falsas.
Estas
personas iban de feria de ganado en feria y “vivían” del negocio de los tratos
de compra y venta del ganado o de interceder en los mismos para llevarse la
comisión, o un buen convite. Eran los tratos de las bestias equinas, la
especialidad de Lorenzo Pérez Cano,
“El Lore”, la compra-venta o los intercambios de yeguas, mulos, caballos.
Siempre le gustó ese mundillo. Como tratante de bestias tenía que entender si eran
jovenes o no, pero como él dice: “cuando
pasan de 10 ó 12 años, era más difícil y ya no se entiende bien, pues hasta que
tiene 7 años sí, porque tienen que mudar
los dientes hasta que tiene 6 años, que ya se le queda la dentadura definitiva,
en los dientes antiguos cuando cierran ya no le encuentra la mella. Después se
podría saber más o menos la edad que tiene por las cicatrices de las heridas”.
Continua diciendo que: “El precio no
siempre va en relación con la edad del animal, sino que pude depender de lo que
haga, de sus cualidades y que le guste al comprador, y a los niños del
comprador, pudiéndole sacar dos o tres mil duros más, también depende de que no
se asuste de los vehículos y más cosas. Pueden vivir 28 ó 30 años.”
Actualmente con la celebración de la
fiesta del
caballo de Fuente Álamo, también se pueden celebrar tratos y la fiesta supone, a parte de lo lúdico y festivo, una fuente de ingresos y de conocimiento turístico de la aldea. Según el propio Lorenzo: “en las pasadas fiestas, había hasta una docena de caballos, que “se morían”, o se tumbaban y el jinete se iba a tomar cerveza y hasta que no volvía, el caballo no se levantaba. Estos sí que valen dinero”. Confiesa que él no sabe lo que le dicen al caballo o le tiran, para que hagan esas cosas, y eso que según él, tiene amigos, pero no les ha preguntado nunca. Dice: “eso es una eminencia, pero que no valen tampoco nada, para lo que debían valer”.
caballo de Fuente Álamo, también se pueden celebrar tratos y la fiesta supone, a parte de lo lúdico y festivo, una fuente de ingresos y de conocimiento turístico de la aldea. Según el propio Lorenzo: “en las pasadas fiestas, había hasta una docena de caballos, que “se morían”, o se tumbaban y el jinete se iba a tomar cerveza y hasta que no volvía, el caballo no se levantaba. Estos sí que valen dinero”. Confiesa que él no sabe lo que le dicen al caballo o le tiran, para que hagan esas cosas, y eso que según él, tiene amigos, pero no les ha preguntado nunca. Dice: “eso es una eminencia, pero que no valen tampoco nada, para lo que debían valer”.
La
yegua que tiene ahora no es la mejor de las que ha tenido, no tiene nombre y
está domada para estirar las manos hacia adelante, bajando la altura del lomo,
para poder montarse mejor. Tuvo otras que se hincaban de rodillas. Dice con
orgullo que: “En las carreras de doma,
las suyas eran las campeonas. He tenido mulos desde que tenía 16 ó 17 años, cuando
vivía en el Carchalejo…”
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