Los recuerdos del día de mi Primera Comunión pueden ser los mismos que los de aquellos trece niños y niñas que la hicimos el mismo día, aunque cada uno con sus propias sensaciones. Recuerdo aquel 13 de junio de 1969, día de San Antonio de Padua, como uno de los días más señalados en mi calendario vital y religioso. Habíamos sido preparados para el acto y para el devenir de nuestras vidas durante todo el curso de parvularios 1968-69 (6 años), llegando a aprender a leer en el propio librillo de catequesis o catecismo. Era en la misma escuela donde se impartía la catequesis, y el encargado solía ser uno de los alumnos mayores más aventajados. En nuestro caso, para no interrumpir a los mayores, nos sacaban al pasillo central que dividía las dos alas del edificio de la escuela; y Juan Pedro Pareja nos acomodaba a los siete niños varones en una banqueta con listones de madera, y nos “daba catecismo”. Las niñas eran formadas o preparadas separadamente.
Fue un día de nervios y de ilusión a la vez, sin ser muy consciente de lo que significaba tal acto en sí, aunque muy concienciado de que ya no podía cometer pecados, pues a partir de entonces ya sí se penalizarían. No lo recuerdo como un día muy alegre, quizás por el temor que provocaba el no poder cometer ningún pecado en aquel mismo día y la obligación de portarse en lo sucesivo obligatoriamente bien. Pero como íbamos “a recibir por primera vez a Jesús”, era un día de ilusión, empañado solamente por la tensión de que todo el acto saliera bien y no se me pegase en el cielo de la boca el Cuerpo de Cristo o la Hostia Sagrada. Incluso lo ensayamos días antes, y nos aconsejaron que si tal cosa ocurriese, no debíamos meternos el dedo en la boca.
No pensaba tanto en regalos, porque entonces no los había. Más bien, me acordaba de la taza de chocolate y dulce que nos tomaríamos en el local de la Escuela; aunque si bien es cierto que hacía cálculos mentales del dinero que podía recibir. Recuerdo que fue mi abuelo Matías y mi tío Nazario quienes más dinero me dieron: 20 duros de papel. Aunque creo que sólo llegué a verlos, porque fueron destinados a otras necesidades familiares, no recuerdo muy bien cuales, pues eran muchas. Hasta el traje era prestado, el de Antonio Expósito “Nenillo”, y encima me dejaron el pernil corto y las magas largas. Tampoco sé lo que Sánchez de Frailes cobraría por las cuatro fotos de recordatorio, ni lo que costaron las estampitas, que sí fueron bien amortizadas por las propinas que me dieron vecinos y familiares.
En cuanto a lo religioso, el miedo o temor a confesar los pecados era lo que más me preocupaba, pero ya teníamos aprendida la lección de los pecados a confesar que nos habían enseñado a decir de memoria los niños mayores. Con decir tres o cuatro pecados ya estaba bien, no fuera que nos pasásemos de malos, y tuviésemos que estar más rato rezando, en mi caso los tres Padres Nuestros, y sin pensar en el secreto de confesión. Los pecados confesados por mí, y creo que por la mayoría, fueron: el de haberme peleado con mis hermanos, con mis amigos, y haber dicho palabrotas.
Entre
los niños que me acompañaron estaban: Manuel Arévalo Pérez (Villafranca del
Penedés-Barcelona), Rafael Cano Vera (tristemente fallecido), Gregorio Montes
Montes (Alcalá la Real), Antonio Ramírez Peinado (Alcalá la Real), Romualdo
Vera Pérez (Alcalá la Real), Pero Vega Padilla (Premiá de Mar), y entre las
niñas: Natalia Gutiérrez Aguilera (Sileras-Almedinilla), Julia Valverde Pérez
(-Barcelona), María Luisa González Ureña (Alcalá la Real), María Nieves Anguita
Capilla (Pineda de Mar-Barcelona), María Rosa Martín López (Luena-Córdoba) y
Rosa María Aguilera García (Marcilla-Navarra). Se me olvidaba yo Domingo Pérez
Pérez (Granada). Los maestros D. Leovigildo López, y Dª Visitación. El cura D.
Antonio Marín Sánchez (1966-1971).
Agradecer a Natalia Gutiérrez Aguilera de los “Floríos” su colaboración con el envío de fotos y recuerdos y recordar una vez más a Rafael Cano Vera “Rafalín”.
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